jueves, 10 de julio de 2008

Resurección.

En vano los hombres, amontonados por centenares y miles sobre una estrecha extensión, procuraban mutilar la tierra sobre la cual se apretujaban; en vano la cubrían de piedras a fin de que nada pudiese germinar en ellas; en vano arrancaban todas las briznas de hierba y ensuciaban el aire con el carbón y el petróleo; en vano cortaban los árboles y ponían en fuga a los animales y a los pájaros; la primavera era la primavera incluso en la ciudad. El sol calentaba, brotaba la hierba y verdeaba en todos los sitios donde no la habían arrancado, tanto en los céspedes de los jardines como entre las grietas del pavimento; los chopos, los álamos y los cerezos desplegaban sus brillantes y perfumadas hojas; los tilos hinchaban sus botones a punto de abrirse, los chovas, los gorriones y las palomas trabajaban gozosamente en sus nidos y las moscas, calentadas por el sol, bordoneaban en las paredes. Todo estaba radiante. Únicamente los hombres, los adultos continuaban atormentándose y tendiéndose trampas mutuamente. Consideraban que no era aquella mañana de primavera, aquella belleza divina del mundo creado para la felicidad de todos los seres vivientes, belleza que predisponía para la paz, a la unión y al amor, lo que era sagrado e importante; lo importante para ellos imaginar el mayor número posible de medios para convertirse en amos los unos de los otros.

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